PLAZA DE SAN PEDRO |
Mi cuento:
San Pedro no era el mismo, estaba muy triste en el cielo, hasta la manera de recibir a las almas que llegaban al Reino Celestial, había cambiado. Su actitud demostraba no querer estar en ese lugar. Dios notó ese comportamiento y le preguntó.
—Pedro, ¿qué te sucede?, llevo días observándote y noto tu desánimo.
—Es cierto Señor —responde visiblemente deprimido. Es que quiero volver a la Tierra.
El Omnipotente no se espera esa respuesta y reacciona así:
—Será que no recuerdas lo mal que te trataron, fuiste perseguido, encarcelado por Herodes, años después martirizado por Nerón y crucificado en Roma.
—Si Altísimo, de todo eso me acuerdo, pero ya ha pasado mucho tiempo, puede haber cambiado. Yo quiero ir —dice suplicante.
—Amigo, por favor, no vayas —insiste el Creador. Da media vuelta y se aleja.
A los días Dios vuelve a los dominios de Pedro y lo encuentra acurrucado en una esquina, más afligido que días atrás.
—Pedrito, no me digas que sigues con la idea de ir a la Tierra.
—Así es mi Señor, no puedo quitarme eso de la cabeza —contesta cabizbajo.
—Está bien, no quiero verte más en esa angustia, ve y cuando lo desees, regresa.
Pedro ilusionado busca en el armario su traje así como las sandalias de pescador. Cierra los ojos y cuando los abre se encuentra en un bote en medio del mar, su rostro irradia felicidad, extiende los brazos para bañarse con los rayos del sol y sentirlos penetrar en cada poro de la piel. Infla sus pulmones para inundarlos de ese olor a mar. Su alma vibra a cada sensación.
Como un jovenzuelo, tira la red para ejecutar lo que mejor sabe hacer, pescar. Al recogerla, muchos pececillos brincan dentro y los deposita en un balde. Se dirige a la cocina a prepararse ese alimento tal cual lo degustaba en tiempos pasados.
Ya son varios días navegando, las provisiones se le agotan. Debido a la presencia de un tiburón que le ronda y no le permite realizar la pesca, decide ir a tierra firme, así aprovecharía ver cómo está todo allí.
La gente lo mira, como venido de otro tiempo. Piensa si será porque viste diferente a ellos, sabe que no es porque le reconozcan, pues ha pasado mucho tiempo de cuando él predicaba a la par de Jesús por estas tierras. Sigue su camino sin dar más importancia a ese detalle. Sus ojos se abren como platos a tanta construcción extraña, sus oídos a modo de parabólicas captan todo lo que hay en el ambiente.
La curiosidad de su andar lo lleva hasta la estación del tren, escucha que el próximo se va a dirigir a la plaza de San Pedro. Se emociona y aborda el suburbano que lo lleva a conocer ese lugar.
Llega al sitio, se aproxima a un grupo de personas. En ese momento, escucha a una chica que dice llamarse Margarita, es guía de turismo y los llevará por todo el sector. Recorren cada rincón relatándoles historias, en algunas lo mencionan, dejándoles un mensaje positivo por lo que él sufrió en la época que le tocó vivir. Se emociona hasta el tuétano al darse cuenta que estas y las futuras generaciones lo tendrán presente.
Al final del recorrido, conversan entre los integrantes para visitar otros destinos, por lo que se entera que en la Tierra hay muchos lugares que llevan su nombre. El sentimiento de ser muy amado lo embarga.
Cuando ya estuvo pleno de su andar por el mundo, regresa al Cielo.
—¡Hola Simón Pedro! —exclama Dios—. Que gusto que hayas vuelto, ¿cómo te fue en el viaje?
—¡Vengo muy contento! La gente me quiere muchísimo, mi nombre está presente en muchos sitios, ¡más agradecido no puedo estar! Y durante horas le relata sus andanzas.
—¡Ah, entonces si así te han recibido, mucho mejor lo harán conmigo que soy el Creador de todas las cosas! ¡Voy a prepararme para visitarlos!
Pedro lo interrumpe, trata de que cambie de idea, para evitar que baje a la tierra.
—¿Qué sucede amigo, no seré bienvenido? —pregunta Dios interesado.
Simón dándose cuenta que solo diciéndole la verdad podría evitarle un mal rato, suelta lo que le quería ocultar.
—Es que a usted lo podrían capturar por que tiene una gran deuda de dinero —dice muy angustiado.
—¿Cómo así? ¿Por qué? —interroga el Todopoderoso con incredulidad.
—Es que en la Tierra, cuando alguien hace cualquier favor, el otro le contesta: «Qué Dios se lo pague ».
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